MI MAESTRO

En el año 1978/79, me encontraba en la puerta de mi casa en la zona céntrica de la ciudad. Presa de una gran preocupación con respecto a mi negocio, una casa de compra de oro y trabajos de taller. “Ay Dios”, repetía a cada instante, “si en este momento se me apareciera Jesús, le pediría que me saque de este negocio”. Levanté mis ojos llorosos y vi avanzar una persona alta, elegante, muy erguida, vestida de blanco, con cabellera enrulada atada atrás en la nuca y con una hermosa y larga barba entrecana que la hacía especial.

 

Lo contemplé porque me sedujo su forma de caminar, avanzaba con los brazos entrelazados detrás de la espalda, y a medida que caminaba con sus zapatillas negras, parecía que estaba a centímetros del piso. Quedé extasiada, algo en mi alma me decía que esa persona que se acercaba era muy especial. No me saludó, simplemente aminoró sus pasos y me miró con sus grandes ojos negros y muy profundos. No me dijo nada, simplemente soltó sus manos y levantó apenas una de ellas a la altura del pecho como si me bendijera, y pasó. Yo quedé muy emocionada y lo miré hasta que se perdió a la distancia. “Ay Dios”, volví a repetir, “¿qué me pasa? ¿Por qué estoy tan emocionada?”, me pregunté, “¿y si este es Jesús?”. Me dije, “¡cómo no lo hablé para preguntarle quién era!” Me propuse esperar con atención todos los días a esa hora para poder verlo pasar, así me aseguraría si pisaba el suelo o no. El segundo día no pasó. El tercer día yo estaba adentro del negocio, cerca de la vereda, y me sorprendí al levantar la mirada y verlo. No sé cuál habrá sido mi expresión, porque comenzó a sonreír sin decir nada. Otra vez alzó su mano hasta el pecho y me bendijo. Lo esperé por días y no lo vi más, tuve muchos problemas y alegrías en todo ese tiempo que pasó. Perdí a mi madre, luego a mi padre. Yo tenía una hija en una congregación religiosa que me invitó a ver al Santo Padre Juan Pablo II cuando visitó Buenos Aires. Otra vez me embargó esa emoción que sentí cuando vi por primera vez al que con el tiempo sería mi Maestro. Le conté a mi hija Luz lo que me había pasado y ella me dijo “si usted mami tuvo la suerte de ver a un santo, ése es su santo caminante". Después me pasó algo muy hermoso, nació mi nena María del Huerto. Una mañana temprano yo estaba sentada tras el mostrador y ¡qué sorpresa tan grande! Después de tanto tiempo, el que estaba parado delante de mí era él y me habló, me dijo “necesito encargar un trabajo en oro”. Preguntó el precio del gramo de oro y tomando la lapicera que estaba en el mostrador dibujó el OM. Luego se fue y no volvió más. Yo miraba todos los días ese dibujo que parecía un tres al revés y trataba de interpretar de mil formas el dibujo que él hiciera, pero no volvió para encargar el trabajo. De golpe, un día mi hija me dijo que dejaría el convento y regresó a Santa Fe. Yo también dejé el negocio para encargarme de mi bebita y me fui a vivir a otro barrio de la ciudad. Un día yo estaba mal por la pérdida de mi padre, no dormía, lloraba a toda hora y mi hija Luz se preocupó. Llegó y me dijo, “mami, mañana a la tarde la vengo a buscar para que vayamos a una clase de yoga”. Yo tenía muy mala información sobre eso, me habían dicho que allí había mucha magia y que uno hasta podía trasladarse y no poder volver más a su cuerpo. Me negué rotundamente, pero al día siguiente llegó Luz y me dijo “dele mami, cámbiese y vamos porque yo ya pagué para las dos y usted no tiene que tener miedo, tiene que escuchar y recién decidir”, así que fuimos a la clase explicativa. “Ay Dios”, volví a decir cuando lo vi entrar. Era él, habló, explicó tantas cosas hermosas... y esa tarde nos enseñó cómo se saludaba y porqué las manos en el pecho. Fue por primera vez que con mis manos sobre el corazón le dije “Namaste” con gran reverencia. Al saludarlo sentí correr una gran corriente que empezaba en los pies y se iba a través de todo mi cuerpo y se alojaba en el cuero cabelludo. Al abrir mis ojos y mirarlo, era como si viera una higuera en la tormenta, que brillaba e imantaba con sus hojas con un aro de luz celeste a su alrededor. Al otro día, cuando fuimos para la primera clase, él vino, nos saludó, y Shuchitá nos indicó lo que teníamos que hacer. Desde que comencé con las clases, cada día me sentía mejor de salud, iba dejando mis vicios, no me hacían falta pastillas para dormir ni alcohol para estar contenta. Siempre que podía, le hablaba a mi Maestro, y él me contestaba en lengua sánscrita, alzaba su mano y me bendecía, sonreía y me decía “Santosha, Santosha”. Al mes, mi hija ya no fue más, pero ahora era yo la que estaba muy entusiasmada y quería convencerla, pero no tuve éxito. Cuando mi Maestro nos daba las sesiones de Hatha Yoga, irradiaba maravilla a medida que pasaba por los senderitos entre las mantas. Sus pasos eran como palomas, se sentía el calor de su piel que al moverse daba una brisa tibia que envolvía en una gran frescura. Cuando corregía alguna postura mal hecha, te tomaba con tanta firmeza que sobresaltaba y seguro que para la próxima te salía bien. Comencé a concurrir a los cursos especiales que dictaba mi Maestro Pávanaji. Cada vez me daba más alegría el estar en su presencia, tenía tanto conocimiento su gran alma que todo lo que decía tenía exactitud. Y ¡cuánto debo agradecerle todo lo que me transmitió a través de sus enseñanzas! Cuando tomé el curso de Raya Yoga, yo siempre trataba de sentarme cerquita de él y bien enfrente. Sentía su aliento que me envolvía y me daba una gran energía y felicidad. Es una pena que no pueda recordar fechas de los cursos de Kundaliní Yoga. En los pranayamas, cuando gozaba del equilibrio mental, era tanta mi admiración hacia mi Maestro que en mi mente estaba sólo su presencia. Mis ojos lo miraban a él pero estaban cerrados, y cada día fui perfeccionándome más. Cada vez que ponía en práctica las técnicas que me enseñaba, pensaba siempre en el Maestro como en Dios. Cuando conocí Yoga, yo era una persona muy liberal en las cosas del mundo, siempre quería estar rodeada de muchas personas que se decían mis amigas. Pávanaji decía que si uno quería protección para su vida, sus cosas y negocios, debía ser justo y equitativo, no desesperarse si cada día tenía menos gente alrededor, y que era preferible un amigo silencioso que muchos entorpeciéndolo. Podría citar muchos cursos, y en cada uno tengo el recuerdo y la visión de su presencia como si fuera hoy. Mi Maestro era un ser tan grande como yo lo sentí y lo vi un día en que estaba enseñando un pranayama, él iba cerrando las puertas de su casa (el cuerpo) y, a medida que lo hacía, su físico se convertía en una gran roca fuerte inmensamente brillante. Cuando cerraba su último aliento, yo sentía que mi corazón se paraba junto con el suyo, y todo él tenía luz, una luz maravillosa que se expandía a todos sus discípulos con un gran Amor que en mí perdura cada día más. Suphalá